Los que cambio
ofrecieron, al cambio se resisten. Los de manos limpias no alcanzan a
lavarse la cara. Los de mentes lúcidas están como locos. Y los de
corazones ardientes sienten mas ardor en sus intestinos que en el
pecho.
El mundo da vueltas,
y hoy llaman traidor a quien
quisieron utilizar como moneda de cambio electoral. ¡Pero
para un sapo hay una culebra! Y nada pasa en esta vida sin producir
un efecto.
Hoy
escribo sobre la revolución, por eso es que, pueda ser, muy pocos
entiendan esta columna: he revolucionado mi
lenguaje para parecerme más a quienes critico. Hoy escribo sin
sentido pero con iras, como la sabatina. Sin prisa pero sin
detenerme, como las reformas tributarias y económicas de la última
década. Sin gracia pero sonriendo, como alguna ex presidente de la
Asamblea. Sin ganas, pero haciendo, como contratista impago. Sin
esperanza, pero haciendo, como cualquier otro ecuatoriano en los
últimos años.
Es
que la revolución nos tocó a todos: de entrada, algunos y algunas
se extrañan si no pongo todos y todas o porque le puse ex presidentE
a la que se hizo llamar (estúpidamente) presidentA. Si
usted, vecino, no entiende qué gusto le encuentra su guagua a ese
bendito spinner, yo no
sé que gusto tienen algunos colegas de decirle juezA a LA juez.
Claro, la revolución estaba de moda.
Diez
años después, nos dejaron como a sus obras: gastando
mucho pero comprando poco, como la refinería
del Pacífico, imaginando mucho pero haciendo nada como Yachay y
peleándonos entre nosotros en las redes sociales como... bueno, como
ellos mismo.
¡Uy,
la revolución! Ella misma no aguanta el más mínimo cambio. Cual
adolescentes disputando novia se desacreditan en redes sociales, se
lanzan lodo. ¡Ay, los revolucionarios! Se quedaron como personajes
de un cuento infame: iniciaron con nuestras esperanzas a su lado,
gobernaron con nuestra voluntad por detrás
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