Cuando
en el Ecuador vio la luz nuestra aún flamante Constitución, cundió
la esperanza de un país eficiente. Entre los ciudadanos también
nació la fe de una estructura garantista, donde nuestros derechos
finalmente se hagan valer. Tras esa Constitución, y durante los
últimos años, ha venido sucediendo una continua renovación y
cambio de las autoridades en todos los niveles, desde conserjes hasta
jueces y ministros. Esperábamos con los ojos brillosos ver los
resultados de esta tan bien vendida “revolución”.
Lo
dicho: todos han cambiado, pero nada ha cambiado. Del diario nos
vienen noticias de incumplimientos de autoridades, vulneraciones de
derechos constitucionales, leyes “a la medida” y, lo peor, la
desatención flagrante y negligente de los ciudadanos.
No
tenemos a quién reclamar y, cuando lo hacemos, mil situaciones se
confabulan casi dolosamente para que nuestros reclamos no prosperen.
Lo más doloroso es que, en muchos casos, los confabulados son los
mismos que elegimos para que cuiden nuestros intereses. A nuestros
elegidos no les pesa dejar de protegernos cuando, al hacerlo, puedan
arriesgar sus intereses políticos o, simplemente, no les alcanzan
los tanates para hacerlo. Hierven en temores y conveniencias
mientras, fuera de sus acomodadas oficinas, quienes los elegimos
caemos en desesperación ante tanta indolencia y ignominia.
Si,
vecinos: todo apunta a que estamos solos. Nuestros líderes y
representantes nos han abandonado.
Pero,
lejos de sufrir por ello hemos de alegrarnos: si nuestros elegidos
nos han abandonado significa entonces que no nos representan mas.
¡Nos hemos librado de ellos! Si, señores elegidos, desde que
ustedes deciden voluntariamente no representar los intereses de los
ciudadanos pierden automáticamente su único requisito de licitud:
la voluntad popular. Y si, como ahora, han perdido nuestra
representación, entonces lo que los sostiene en el cargo es tan solo
una formalidad, un papel. Tengan dignidad, empiecen a hacer aquello
que les mandamos a hacer o, simplemente, renuncien. Si, renuncien,
mientra su honor aún sea salvable y antes de causar más y mayores
perjuicios.
Y
tranquilo vecino, replanteemos las cosas. Cuando muchos están solos
todos esos solitarios acaban estando juntos. No estamos solos:
¡estamos juntos! Todos metidos en esta desesperanza y abandono,
todos con la misma rabia y la misma intensidad. Todos, por fin, y a
fuerza de ser golpeados por nuestros representante, podemos llamarnos
hoy por un mismo nombre: latacungueños.
Ya
pasamos de estar solos a estar juntos. Eso es un gran avance, pero
falta un paso mas: estemos UNIDOS.
Muy
poco lograremos si seguimos cada uno por su lado. Mientras la gran
mayoría alza los hombros y finge demencia, otros cuantos agradecen
con la vida la chaupiobra que han recibido y, los menos escrupulosos,
se dedican a atacar a los pocos que hacen algo. Que los pocos se
vuelvan muchos, que los inescrupulosos no se atrevan contra nosotros
y que los que mendigan obras ganen amor propio y, por su honor, dejen
de mendigar y empiecen a reclamar lo que por derecho les corresponde.
¡Esto
es Latacunga! Y es nuestra, es mía. La ciudad nos pertenece y
debemos hoy, como nunca, cuidarla de quienes tanto daño le han
venido haciendo. Hoy es el día. Mañana, si seguimos como estamos,
nos habremos graduado de cobardes.
Hoy,
vecino, hoy.