Un fin de semana, lleno de curiosidad,
y con toda la buena intención de darme con la piedra en los dientes,
pues soy profundo detractor de la actual administración de mi
ciudad, acudí a conocer los flamantes y presidencialmente laureados
mercados populares, que reemplazan a lo que antes era la Plaza de El
Salto, en mi Latacunga. Les dejo la crónica de una experiencia
turra:
Diez de la mañana de un domingo
soleado, en Latacunga. Necesito comprar un par de zapatos y, aunque
tengo mi proveedor de siempre, acudo a conocer los mercados populares
de Latacunga, entre la Av. Amazonas y Cinco de Junio.
El taxi me deja en un parquesito,
construido frente a los sendos edificios que contienen a los
comerciantes. Desde aquí, veo con pesar el dinero botado en este
parquesito, que seguramente deberá ser demolido pronto, para
construir parqueaderos subterráneos o elevados, que son, obviamente,
urgentes. Nadie planificó la obra futura. Nadie contó con la mínima
dosis de sentido común ni aprovechamiento del espacio. Mal, muy mal,
considerando que nuestro actual Alcalde es un empresario de la
construcción.
Más allá de eso, el parque es
antiestético, con cuerpos de concreto inútiles que intentan ser
bancas, una especie de pileta hacia un costado, que solo sirve de
resbaladera para un puñado de niñitos lustrabotas. La basura se
deja ver de inmediato. Tampoco hay basureros al alcance.
Cruzo la Av. Amazonas, congestionada
como siempre, y accedo a un playón que da frontis a la estructura
principal. Allí, un grupo de gente haciendo bailoterapia, o algo
así. Hago un barrido crítico, mientras una de las personas que me
acompaña me indica que, en primera fila de los bailadores, se
encuentra una de las niñas millonarias de Latacunga, si, esas niñas
que, según dicen que dijo su padre, “con el esfuerzo de toda una
vida de veinte y tantos años, ha logrado amasar un humilde
capital”... de par de millones de dólares (el lector, haga todo el
énfasis posible en el sarcasmo). Luego, analizo la terapia por si
misma, iniciando por una instructora flácida y desmotivada, de quien
no se podría suponer, en otra situación, que haga algún tipo de
ejercicio. La música, totalmente inútil para el propósito: entre
cumbias, tecnocumbias y algo de electro-rock-pop. La instructora se
balancea como puede. Frente a la masa de bailadores, un ancianito, no
se si borracho o enfermito, realiza su propia rutina de baile, entre
muecas y extrañas contorsiones, para el disfrute de todos los
curiosos.
Por fin, ingreso al local. Las puertas
no están abiertas, sino una. Hay que esperar a que el tumulto entre
y/o salga, conforme quien aprete primero. Disuelto el nudo, ingreso
para encontrarme con una caja llena de cajas: esto es el edificio del
mercado popular. Sin estética ninguna, se propone al consumidor una
serie de locales diminutos, la mayoría de ellos, cerrados. No hay
señalética ni información. La gente transita perdida, todos
buscan, nadie encuentra. No logro ver a nadie que salga con una funda
en sus manos. No hay comercio, solo curiosos.
En la planta baja, parece, porque nadie
lo informa, solo parece, que se expende ropa interior y novedades
varias. Resuelvo subir un piso y me acerco a las gradas eléctricas,
que resultan inútiles, pues no sirven para subir, sino solo para
bajar. Veo un ascensor, acudo. En la puerta del ascensor es necesario
esperar un tiempo bastante amplio, considerando que el aparato
atiende solo tres pisos. En la espera, se aproxima un ebrio, quien
alegremente inicia conversación al azar, con quienes esperábamos.
Éste intoxicado personaje es quien nos da algo de información, y
nos indica que los zapatos se encuentran en el tercer piso, que él
sabe porque tiene su local ahí.
Llega el ascensor, y la gente, sin
respeto ninguno ni sentido de convivencia, se vuelca impetuosa al
interior, atropellando, codeando, empujando. Muestro mi primer
síntoma de hastío, me paro en la puerta, de forma que bloqueo el
acceso al aparato, y refuto a la masa su ignorancia y falta de
costumbres, mientras doy acceso solamente a las personas que
esperaron el ascensor por más tiempo. Nadie dijo nada en mi contra.
Con quienes pudimos, se cerró la
puerta del elevador, para facilitar percibir el vaho asqueroso que
exhalaba el ebrio comerciante, quien, además, nos explicaba que el
ascensor está mal, porque el piso dos es el tres, y que el cuarto es
también el tres... o algo así. Guiado por la lógica, e ignorando
la aparentemente torpe insinuación del alcohólico, presiono, obvio,
el número tres, que accede al piso tres. Parpadea el botón numerado
“3”, se abren las puertas, y, descubro, que estoy un piso más
arriba de dónde quería. Recibo el “ya ven, les dije” del
borrachito. Salgo para enfrentar otro conjunto de cajitas
comerciales, que se agolpan casi al azar, entre paredes sucias y dos
que tres expectoraciones que relucen sobre el piso prematuramente
opaco.
Luego de dar una vuelta por las muy
pocas cajitas comerciales que ofrecían productos, descubro que,
simplemente, no hay lo que busco. Nadie da información de nada. Por
curiosidad, aprovechando que ya estaba ahí, averiguo precios de dos
o tres productos de los que se puede hallar en cualquier lado, para
darme cuenta que el precio es muy poco competitivo, por no decir, en
algunos casos, superior al que se encuentra en cualquier almacén.
Resignado a salir con las manos vacías,
decido emprender retirada. Trato de hacerlo por las gradas eléctricas
que, como dije ya, estaban dando servicio “de bajada”; mas,
cuando llego al andén, las susodichas gradas habían sido apagadas.
Mal. Por la mala experiencia en el ascensor, decido descender por las
escaleras, obviamente, no las eléctricas, sino las de concreto que
se parapetan a un lado del edificio. Me guío hacia los niveles
inferiores con mucho cuidado de no topar las paredes que al poco
tiempo de estrenado el edificio, ya se encuentran mugrientas. Llego a
la planta baja. Me acerco a la puerta de salida, y soy detenido por
un tumulto de gentes que pugnan groseramente por entrar y salir,
cediendo nadie, empujando todos. Espero. Salgo.
De la minúscula y única puerta
abierta, estiro mi cabeza para recibir algo de aire limpio. La
bailoterapia ya ha terminado. Solo queda un playón vacío en su
centro, y lleno de basura en su torno: la obra magna del constructor
simplón.
No conozco aun el edifico del que tantos hablan negativamente, éste artículo solo amplía los comentario que escucho. No se si me anime a constatar las historias contadas por los Latacungeños. Es una pena por Latacunga y su gente
ResponderEliminarCierto es! a parte de que por más mercados que se construyan si la gente no aprende normas de convivencia el edificio del Salto será lo mismo que la antigua plaza, un foco de acumulación de basura. El hecho de que las obras no sean planificadas no es novedad, nada en esta ciudad tiene planficación
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