miércoles, 28 de agosto de 2013

Mercados populares: experiencia turra




Un fin de semana, lleno de curiosidad, y con toda la buena intención de darme con la piedra en los dientes, pues soy profundo detractor de la actual administración de mi ciudad, acudí a conocer los flamantes y presidencialmente laureados mercados populares, que reemplazan a lo que antes era la Plaza de El Salto, en mi Latacunga. Les dejo la crónica de una experiencia turra:

Diez de la mañana de un domingo soleado, en Latacunga. Necesito comprar un par de zapatos y, aunque tengo mi proveedor de siempre, acudo a conocer los mercados populares de Latacunga, entre la Av. Amazonas y Cinco de Junio.

El taxi me deja en un parquesito, construido frente a los sendos edificios que contienen a los comerciantes. Desde aquí, veo con pesar el dinero botado en este parquesito, que seguramente deberá ser demolido pronto, para construir parqueaderos subterráneos o elevados, que son, obviamente, urgentes. Nadie planificó la obra futura. Nadie contó con la mínima dosis de sentido común ni aprovechamiento del espacio. Mal, muy mal, considerando que nuestro actual Alcalde es un empresario de la construcción.

Más allá de eso, el parque es antiestético, con cuerpos de concreto inútiles que intentan ser bancas, una especie de pileta hacia un costado, que solo sirve de resbaladera para un puñado de niñitos lustrabotas. La basura se deja ver de inmediato. Tampoco hay basureros al alcance.

Cruzo la Av. Amazonas, congestionada como siempre, y accedo a un playón que da frontis a la estructura principal. Allí, un grupo de gente haciendo bailoterapia, o algo así. Hago un barrido crítico, mientras una de las personas que me acompaña me indica que, en primera fila de los bailadores, se encuentra una de las niñas millonarias de Latacunga, si, esas niñas que, según dicen que dijo su padre, “con el esfuerzo de toda una vida de veinte y tantos años, ha logrado amasar un humilde capital”... de par de millones de dólares (el lector, haga todo el énfasis posible en el sarcasmo). Luego, analizo la terapia por si misma, iniciando por una instructora flácida y desmotivada, de quien no se podría suponer, en otra situación, que haga algún tipo de ejercicio. La música, totalmente inútil para el propósito: entre cumbias, tecnocumbias y algo de electro-rock-pop. La instructora se balancea como puede. Frente a la masa de bailadores, un ancianito, no se si borracho o enfermito, realiza su propia rutina de baile, entre muecas y extrañas contorsiones, para el disfrute de todos los curiosos.

Por fin, ingreso al local. Las puertas no están abiertas, sino una. Hay que esperar a que el tumulto entre y/o salga, conforme quien aprete primero. Disuelto el nudo, ingreso para encontrarme con una caja llena de cajas: esto es el edificio del mercado popular. Sin estética ninguna, se propone al consumidor una serie de locales diminutos, la mayoría de ellos, cerrados. No hay señalética ni información. La gente transita perdida, todos buscan, nadie encuentra. No logro ver a nadie que salga con una funda en sus manos. No hay comercio, solo curiosos.

En la planta baja, parece, porque nadie lo informa, solo parece, que se expende ropa interior y novedades varias. Resuelvo subir un piso y me acerco a las gradas eléctricas, que resultan inútiles, pues no sirven para subir, sino solo para bajar. Veo un ascensor, acudo. En la puerta del ascensor es necesario esperar un tiempo bastante amplio, considerando que el aparato atiende solo tres pisos. En la espera, se aproxima un ebrio, quien alegremente inicia conversación al azar, con quienes esperábamos. Éste intoxicado personaje es quien nos da algo de información, y nos indica que los zapatos se encuentran en el tercer piso, que él sabe porque tiene su local ahí.

Llega el ascensor, y la gente, sin respeto ninguno ni sentido de convivencia, se vuelca impetuosa al interior, atropellando, codeando, empujando. Muestro mi primer síntoma de hastío, me paro en la puerta, de forma que bloqueo el acceso al aparato, y refuto a la masa su ignorancia y falta de costumbres, mientras doy acceso solamente a las personas que esperaron el ascensor por más tiempo. Nadie dijo nada en mi contra.

Con quienes pudimos, se cerró la puerta del elevador, para facilitar percibir el vaho asqueroso que exhalaba el ebrio comerciante, quien, además, nos explicaba que el ascensor está mal, porque el piso dos es el tres, y que el cuarto es también el tres... o algo así. Guiado por la lógica, e ignorando la aparentemente torpe insinuación del alcohólico, presiono, obvio, el número tres, que accede al piso tres. Parpadea el botón numerado “3”, se abren las puertas, y, descubro, que estoy un piso más arriba de dónde quería. Recibo el “ya ven, les dije” del borrachito. Salgo para enfrentar otro conjunto de cajitas comerciales, que se agolpan casi al azar, entre paredes sucias y dos que tres expectoraciones que relucen sobre el piso prematuramente opaco.

Luego de dar una vuelta por las muy pocas cajitas comerciales que ofrecían productos, descubro que, simplemente, no hay lo que busco. Nadie da información de nada. Por curiosidad, aprovechando que ya estaba ahí, averiguo precios de dos o tres productos de los que se puede hallar en cualquier lado, para darme cuenta que el precio es muy poco competitivo, por no decir, en algunos casos, superior al que se encuentra en cualquier almacén.

Resignado a salir con las manos vacías, decido emprender retirada. Trato de hacerlo por las gradas eléctricas que, como dije ya, estaban dando servicio “de bajada”; mas, cuando llego al andén, las susodichas gradas habían sido apagadas. Mal. Por la mala experiencia en el ascensor, decido descender por las escaleras, obviamente, no las eléctricas, sino las de concreto que se parapetan a un lado del edificio. Me guío hacia los niveles inferiores con mucho cuidado de no topar las paredes que al poco tiempo de estrenado el edificio, ya se encuentran mugrientas. Llego a la planta baja. Me acerco a la puerta de salida, y soy detenido por un tumulto de gentes que pugnan groseramente por entrar y salir, cediendo nadie, empujando todos. Espero. Salgo.

De la minúscula y única puerta abierta, estiro mi cabeza para recibir algo de aire limpio. La bailoterapia ya ha terminado. Solo queda un playón vacío en su centro, y lleno de basura en su torno: la obra magna del constructor simplón.

2 comentarios:

  1. No conozco aun el edifico del que tantos hablan negativamente, éste artículo solo amplía los comentario que escucho. No se si me anime a constatar las historias contadas por los Latacungeños. Es una pena por Latacunga y su gente

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  2. Cierto es! a parte de que por más mercados que se construyan si la gente no aprende normas de convivencia el edificio del Salto será lo mismo que la antigua plaza, un foco de acumulación de basura. El hecho de que las obras no sean planificadas no es novedad, nada en esta ciudad tiene planficación

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