lunes, 30 de mayo de 2016

SIMTEL




Primero que nada, he de disculparme por el editorial anterior. Hice constar como si fueren más recientes algunos hechos que se sucedieron ya varias semanas atrás. A veces la tecnología no nos acompaña y, en el apuro, remitimos archivos borradores en lugar de versiones finales. Me disculpo.

Ahora si, a lo que vinimos: siempre he sido un profundo detractor de SIMTEL. No solo que nos golpea en el hígado cuando nos ponen esos candaditos, sino que los parámetros legales sobre cuales lo hacen no son, digamos, los más técnicos.

Verán, bajo mi muy personal opinión, el Sistema Municipal Tarifado de Estacionamiento Latacunga tiene mal desde el nombre -que por norma gramatical debería ser “Sistema Municipal de Estacionamientos Tarifados de Latacunga”-, además de varias incongruencias legales. No estoy seguro de cómo sea hora, pero la última vez que multaron a un conocido no le dieron ni factura. Por sobre ese problemita tributario tenemos el hecho de que las ordenanzas que regulan a SIMTEL dejan demasiados vacíos legales. La meta, los objetivos de SIMTEL están oscuros y su gente son una mezcla de oficial de tránsito y aparcador de carros... cualquier cosa sirve mientras venda su cuota de tarjetas. Como siempre, la estadística por sobre el sentido común.

Incluso, creo yo, toda la idea misma de cobrar por parquearse es ilegal, inconstitucional. No se si lo han pensado ya, pero la calle no es propiedad municipal: es mía, del ciudadano, del que paga los impuestos. Ya me dejan “limpio” cuando matriculo mi carro (mas ahora que ese asunto lo maneja el municipio) y encima quieren cobrarme por dejarlo en un lugar que me pertenece (¡¿?!).

Lo que yo rescato, así a muchos les duela, es a los trabajadores del SIMTEL. Esas personas que andan por las calles controlando las tarjetas, sí, esos que nunca aparecen cuando queremos comprar tarjetas pero están primeritos cuando dejamos el carro mal parqueado cinco minutos. Esos “malas gentes” que nadie entiende, esos “perros del hortelano” como a veces les decimos, ellos, si, ellos, tienen familias y se sacan la madre por llevar el pan a su casa, aguantan agua y sol, gentiles y patanes, sonrisas e insultos y todo eso por un sueldito que, ojalá alcance para lo prioritario.

Nadie se detiene a pensar en ellos. Yo les voy a contar lo poco que se: ganan muy poquito y trabajan duro. No tienen seguro médico privado, pese a los muy evidentes riesgos de su trabajo. No son servidores públicos sino que están acomodados al Código del Trabajo, es decir, no tienen nombramiento sino que pueden ser despedidos apenas haya el presupuesto para liquidarles, cualquier día, a cualquier hora. No cuentan con asesoría jurídica. No tienen los suficientes cambios y tipos de uniformes para los variados climas de nuestra ciudad. Trabajan bajo presión y reciben muchos malos tratos todo el día... como si sus vidas privadas no reportaran suficientes problemas (como todos).

También sé que su equipamiento es apenas básico. Sus uniformes ya están viejitos y apenas cargan un esferográfico, un paquete de tarjetitas y un radio pesado y feo. ¡Así quién los va a respetar!

La mayoría de ellos son mujeres. Están, las pobres, expuestas a cualquier malcriado. No tienen un departamento jurídico encargado de apoyarlas. ¡Ni su propio jefe les acompaña a las audiencias! Están solas.

SIMTEL no sirve. No sirve para la municipalidad, no sirve para los ciudadanos y no sirve ni para sus propios empleados. Cuidado, que no estoy poniéndole cara ni nombre a esto. Que se me entienda bien: la misma idea de cobrar por usar lo público es errada. Y, además, la forma en que se lo hace aquí es antitécnica y denigrante para quien ejerce el control de tal tarifa. Por sobre eso, los mismos encargados de dicho control no cuentan con apoyo ninguno. Lo dicho: SIMTEL no sirve.
Ya hemos escrito sobre esto: desaparezca SIMTEL, peatonalice la ciudad y organice un cuerpo de control de tránsito.

lunes, 2 de mayo de 2016

Somos héroes



Tras las jornadas vividas en el país estos últimos días, me gustaría mucho tratar sobre asuntos preocupantes y de atención inmediata. Sería necesario hablar, por ejemplo, del aprovechamiento del estado de excepción para la gestión de cierto tipo de contratos y crédito; del desabastecimiento generalizado, del alza de impuestos o, incluso, de la patente incompetencia del personal del MIES que maneja las donaciones y la práctica invisibilidad de la directora provincial de esta cartera. Más cercano está el poco liderazgo de la Alcaldía en este escenario y la preocupante evidencia de estar, los latacungueños, totalmente faltos de preparación para cualquier evento remotamente similar al de nuestros hermanos costeños.

Podemos tratar hoy, también, de la completa inoperancia de la logística gubernamental y la necia posición de no permitir hacerse cargo de esto al ejército. Otro tema colgante es el qué se va a hacer con el crédito de ocho mil millones de dólares que se sacaron del sombrero chino, así como el paquetazo tributario que no va a servir los fines publicitados y todos los errores y horrores que son conocidos por todos, merced a las redes sociales.

De todo eso podemos tratar, pero no, hoy no. Y no lo haremos por dos motivos principales: primero, que en estado de excepción cualquier comentario puede ser tomado al arbitrio del superman de turno, y no vale “dar papaya” gratis; y segundo, que, simplemente, no es el momento no estamos de genio para más malas noticias. Nos damos por mal gobernados y punto, para qué ahondar el asunto. En todo caso, después nos encargaremos de ustedes, burócratas.

Hoy necesitamos revisar lo que en el fondo, en el espíritu, significó esta catástrofe natural. Y es que hemos visto lo más importante, aunque toque tomar palabras del “más simpático”: ningún ecuatoriano está solo. Somos, en el alma, los guardianes más celosos del egregor de la minga, renacimos como pueblo unánime en contra del desastre natural con fuerza nunca vista, pese a los muchos desastres políticos que vivimos los últimos tiempos. Mientras llega la ayuda internacional, en empaques bonitos y uniformizados, antes que éstos, y en mayor cantidad estuvieron ya las conservas enlatadas movilizadas a la costa desde las despensas más lejanas del país, con notas de solidaridad escritas con marcador indeleble, las cartas de los niños a sus coetáneos despojados, las redes sociales bulliendo y los más fuertes viajando a brindar rescate, aún sin formación ni entrenamiento y tan solo armados de su férrea voluntad y el compartir del dolor de otro ecuatoriano.

Es que somos héroes, forjados en el fuego de los volcanes, aleación de machetes y azadones fundidos y templados en aguas de lagunas y mares. El ecuatoriano no es cualquier gente: somos especiales, raros, únicos. Aguantamos más sufrimiento y opresión que ningún otro (lo cual, de paso, es un defecto), pero no medimos limites en nuestra voluntad cundo un hermano sufre y nos necesita.

¡Este es el fondo del asunto! No los políticos que viven para mal parecer, como si sus cargos incluyeran esta obligación, sino nosotros mismos, los ciudadanos, los ecuatorianos que hoy, como siempre pero más que nunca, nos convertimos en falanges de un mismo puño. Esta es la lección a aprender: siempre hemos estado juntos, y juntos hemos vencido hasta las fuerzas naturales, cuando así hemos deseado. Bajo nuestra voluntad conjunta se han rendido colonizadores, opresores, ejércitos, caudillos y gobiernos enteros. ¡Al mundo entero haríamos rendir si nos lo propusiéramos!Hoy, y a costa de la vida de cientos de hermanos, hemos encontrado algo que nos han venido quitando de a poco: la voluntad, la fuerza, el valor y la fe.

La tierra ha temblado para recordarnos el tipo de pueblo que somos, para despertarnos. El precio de esta lección es alto: medio millar de almas o más. No hagamos desperdicio de la sangre de nuestros hermanos: aprendamos y aprendamos bien. ¡A despertar, ecuatoriano!