lunes, 27 de marzo de 2023

Quietos

 


Todos estamos quietos. La delincuencia nos obliga a reducir nuestras actividades en todo sentido. Esto, por supuesto, significa que ocupamos menos servicios y adquirimos menos productos; o sea, gastamos menos. Si gastamos menos, alguien gana menos. Este es el círculo vicioso de la crisis económica: no tenemos plata y no gastamos, como no gastamos, otros no tienen plata y así sucesivamente.

Pero la delincuencia es solo un factor, y es un factor circunstancial. Cotopaxi tiene su economía parada por causas mas bien estructurales y la deficiencia de los administradores locales.

Nuestra provincia es un productor agrícola deficientemente explotado y hasta hace dos décadas teníamos una significativa participación industrial. Debemos apuntalar estas dos fuentes de ingresos y potenciar el mercado de servicios.

Para mejorar la producción agrícola necesitamos reducir los costos de producción e incentivar la explotación de tierras ociosas. Esto solo se logra convirtiendo a Cotopaxi en una zona económica especial, y la mayor parte de requisitos los tenemos. Nuestra gobernación debe elevar la alerta a la Presidencia de la República y nuestros Asambleístas deben proponer las reformas normativas necesarias a fin de que nuestros agricultores se beneficien de mejores condiciones económicas, incluyendo una reforma al Código del Trabajo que permita relaciones laborales más flexibles y adecuadas a la realidad.

Una vez apuntalada la producción, hay que vender lo producido. La prefectura y las alcaldías deben permitir mercados mayoristas reales, solo de productores acreditados y además gestionar dos mercados de transición (uno en La Maná y otro en Latacunga o Salcedo) por medio de los cuales se centralice el abasto a otras provincias beneficiando a pequeños productores que normalmente no pueden conectar con compradores en el resto del país.

Con respecto a la industria, también dependemos de ser catalogados como zona económica especial. Sin embargo, no es menos cierto que nuestros gobiernos locales no han planificado zonas industriales adecuadas y tampoco han modificado sus ordenanzas para reducir la carga impositiva que los emprendedores deben soportar. Una ciudad bien organizada y con beneficios a los emprendedores es campo fértil para las iniciativas privadas.

El mercado de servicios está en grave riesgo. Los proveedores de servicios independientes (abogados, arquitectos, constructores, terapistas…) se han visto en la obligación de reducir sus precios hasta valores ridículos, con tal de tener algo en el bolsillo. Causa competencia desleal y fuga de talentos.

Los médicos, sobre todo en Latacunga, parece que tienen algún avance: hay clínicas construyéndose por todo lado.

Hay que regresar a ver a los servicios relacionados con las tecnologías, pues estos negocios pueden atender clientes a nivel mundial y nuestros muchachos se encuentran muy relacionados ya a estos negocios. Lo mismo: medidas de aliento que llamen a los emprendedores. Otras propuestas que pueden potenciar nuestros gobiernos locales son las incubadoras de emprendimientos y los centros de trabajo compartido. Estas iniciativas permiten que emprendedores inicien sus actividades con pocos costos iniciales, con apoyo técnico y asesoría.

Piensen en esto: una muy buena parte de los profesionales de alto reconocimiento que encontramos en las grandes ciudades, son cotopaxences o descendientes de cotopaxences. Nuestros productos del agro se venden en todo el país pero mediante intermediarios. Tenemos zonas abiertas que están listas para recibir industria, pero no hay organización territorial. Los que decidimos quedarnos en nuestra tierra, la pasamos muy feo enfrentando un mercado debilitado y sistemas públicos atentatorios.

Quietos estamos. Y no podemos seguir así.

De parte de los ciudadanos, es urgente volver a organizarnos. Las asociaciones barriales deben retomar peso en la política. Las asociaciones profesionales deben ganar posición dentro de las decisiones de la autoridad de sus ramos y, sobre todo, adelantar la investigación y el desarrollo de nuevas teorías/tecnologías.

Los que hacemos opinión debemos regresar a ver a la política activa. Los que se viven quejando, deben empezar a hacer opinión fundamentada. Los que no hacen nada, es momento de hacer algo.

Los problemas económicos, por desgracia, deben arreglarse en el campo político y para eso nos es obligatorio tener mejores representantes y autoridades. Al final, nosotros los elegimos.

Ya no podemos seguir quietos.

Nos toca, a los cotopaxenses, levantarnos de donde nos han dejado tirados, aprender cómo funciona el mundo actual (incluyendo la política) y actuar. Nada se logra solo pensando, y casi nada se consigue solo diciendo. Es hora de hacer.

 

lunes, 20 de marzo de 2023

Desglobalizar

 


Para todos los que tenemos al menos un par de décadas de edad, no nos es desconocido el término “globalización”. En sí, la idea es que el mundo entero sea una sola entidad económica, basada en reglas más o menos homogéneas donde cualquier producto pueda ser comercializado en cualquier parte del mundo. Con este concepto también viene la globalización de las ideas e ideologías, de los avances científicos y del arte. Pero, en el mal sentido, también se globalizan los problemas sociales y la guerra.

Para países como el nuestro, básicamente productores primarios, parece una buena idea. Así, mediante tratados de libre comercio, el productor ecuatoriano puede poner sus productos en vitrinas muy lejanas. Esto genera ingresos.

Pero nuestro país solo exporta masivamente un limitado menú de productos. Y para estos productos se está dedicando muchísimo esfuerzo que es muy necesario en otros rubros.

Con la pandemia del 2020 debimos habernos dado cuenta del problema de ser productor primario en un mundo globalizado.

Ecuador, por ejemplo, emplea miles de hectáreas en la producción de flores y camarones para exportación. Pero todavía no podemos abastecer los mercados internos con comida barata y variada. La mayor parte de la producción nacional no es sostenible a largo plazo en términos económicos ni ecológicos. Mucho menos en un país con fuertes imposiciones tributarias e inestabilidad política y jurídica.

Europa no ha sido ajena a los efectos malos de la globalización: con la guerra de Ucrania y Rusia, los países europeos se dieron cuenta de la dependencia de los recursos de esos dos países (energía y trigo). Es decir, muchos países europeos no se preocuparon de producir más energía y más comida, en la seguridad de sus tratados comerciales con los hoy combatientes.

Y no podemos vender al extranjero lo que necesitamos casa adentro. Somos como el carnicero, que vende la mejor carne, pero en su casa viven con agua de panela.

Desglobalizar no quiere decir apartarnos del mundo. Simplemente es necesario, en primer lugar, poder sufragar todas las necesidades del país por nuestros propios medios. En escenarios como la pandemia, una guerra o una recesión económica de escala mundial (que según se dice está muy próxima), deberemos ser capaces de mantener el país a flote.

Esto tiene que ver con conceptos constitucionales como la soberanía alimentaria. Pero también afecta a otras áreas como la cultura, la salud y la educación.

Por supuesto, el ejemplo de los alimentos puede ser más fácil de comprender, sin embargo, en las áreas sociales el fenómeno no es diferente. Actualmente casi toda comunicación, noticia o viralización, lo recibimos del exterior. Hemos perdido la cultura propia, la identidad, los valores nacionales, la proyección de país… Y han cedido al “mainstream” (tendencia mayoritaria) que hoy por hoy pulula en redes sociales y ya no en nuestras escuelas y universidades.

Otro rubro es la tecnología: no desarrollamos avances propios porque estamos acomodados a lo que recibimos de las potencias mundiales, a cambio de nuestros productos primarios.

Exportar no nos hace globales. Al contrario: somos meros proveedores de un mundo que avanza sin contar con nosotros. Un mundo al cual no le interesamos sino en tanto y cuanto somos capaces de darles recursos baratos. Incluida la mano de obra de nuestros migrantes, porque la dignidad tampoco se ha globalizado.

Cuando el mundo se descalabra, solo se sobrevive con fortaleza nacional. Nuestro país no tiene fortaleza, está desarmado frente al planeta que también se desarma. No podemos confiar en el planeta. Debemos confiar en nosotros mismos.

Es urgente regresar a ver hacia adentro. No podemos enfrentar la sociedad del mañana si aún no hemos resuelto problemas del siglo anterior. Y nadie nos va dar haciendo.

 

martes, 7 de marzo de 2023

Mano propia

 

Dejemos algo claro desde el principio: no voy a hablar de “justicia indígena”. En mi ideario personal ese concepto no tiene asidero técnico y tampoco tiene un parámetro objetivo de ancestralidad. Habrá excepciones, como en tribus del oriente, por ejemplo. Tampoco quiero decir que se desconozca los procesos extrajudiciales de resolución de conflictos internos que puedan tener lo miembros de organizaciones como comunas y recintos. Además, esa discusión aún está abierta y todavía ruego que llegue alguien que me haga cambiar de opinión.

Hoy hablo de otra cosa.

Lo de hoy es capturar a un delincuente y darle palo. Eventualmente, matarlo. Digan lo que digan los pseudo dirigentes, ahí no hay un debido proceso ni respeto a derechos de ningún tipo. Pero no todo es malo ni bueno por si mismo, por eso hay que explicarlo con un análisis objetivo.

Verán, la ley del ojo por ojo fue la manera más aceptada de impartir justicia desde hace milenios. Antiguamente, el gobernante, cuando llegaba a determinar que había sucedido un injusto, disponía que el causante sufra el mismo injusto; a veces, de manos de la propia víctima, para que todo sea más “justo”.

Cuando nuestras sociedades aprendieron a organizarse alrededor de lo que hoy llamamos “Estado”, los individuos debieron ceder muchos derechos y libertades a cambio de que el Estado les garantice otros y les permita, juntos, alcanzar metas más grandes. Es obvio: solito no puedo, juntos como Estado si podemos, pero tenemos que ceder algunas individualidades.

Con la justicia no es diferente. La venganza, que para algunos es un derecho natural, se cede al Estado, para que sea él quien dé el tratamiento más adecuado a la situación. De esta forma, en teoría, se evitaba abusos, se humanizaba y racionalizaba la justicia y se llegaría a parámetros de paz y convivencia social adecuados.

La idea es que si me cortan una pierna, en el sistema del ojo por ojo, yo le puedo cortar la pierna al agresor. Pero la sociedad sufría el doble, porque ahora hay dos personas baldadas y, al final, hay dos delincuentes. Al principio del ejemplo había una persona buena y una mala, una baldada y otra sana. Al final del ejemplo había dos personas malas y lisiadas. Es decir, la solución era peor que la enfermedad.

Hoy, el Estado se ocuparía de la venganza, así la persona buena sigue siendo buena, y la persona mala eventualmente podría ser rehabilitada o al menos separada de la sociedad. El castigo sería más “humano” y la sociedad sufriría menos.

Cuando el sistema falla, el bueno puede seguir siendo bueno, pero el malo termina sin ser castigado, ni rehabilitado, ni apartado de la sociedad. Además, la comunidad pierde la confianza en su sistema y esto genera frustración, ira y por tanto, sufrimiento.

Es que la meta del Estado no es solamente ahorrar el sufrimiento social, sino reducir la delincuencia. Esto solo se logra con un sistema judicial que funcione bien. Cuando los juicios llegan a finales adecuados en tiempos adecuados, la sociedad vuelve a confiar en el sistema y deja de lado el método de justicia por mano propia. Los delincuentes, al observar que el sistema es eficiente, dejan de delinquir o se van a países con sistemas más débiles.

Las noticias hoy comunes de ajusticiamientos y castigos extrajudiciales no solo son el resultado del aumento de la delincuencia, sino el síntoma y efecto de un sistema judicial inútil. Si el Estado quiere volver a tener una sociedad tranquila, no le basta aumentar policías, o seguirse haciendo el loco con los ajusticiamientos, sino recomponer el sistema judicial.

Y no hablamos solamente de cambiar a los jueces y fiscales, sino de reorganizar el sistema, desde sus bases, para que los juzgamientos puedan ser más ágiles y eficientes, incluyendo la forma en que se tramitan y la forma en que los jueces están obligados a valorar las pruebas.

Es tiempo de, al menos, hablar de un sistema de juzgamiento por jurados. Es decir, que un grupo de ciudadanos sean los que determinen si alguien es culpable o inocente, y no un juez. Así se hace en Estados Unidos. No es perfecto, pero, insisto, al menos discutámoslo en Ecuador.