Cuando
era chico y en medio de un juego alguna niña resultaba golpeada,
pronto los demás niños hacían escarnio y lo anulaban socialmente a
uno recitando en coro: “mariquita Pérez, pegando a las mujeres”.
Era duro ser niño en esas épocas. Pero más duro es ser adulto hoy.
Verán,
muchos de los que coreaban el mariquita Pérez terminaron golpeando a
la mujer que dicen amar. Otro tanto no fue capaz de alzar la mano
-gracias a Dios- pero la anularon como persona de alguna manera. Ya
no hay, junto a ellos, quien los avergüence públicamente. Que duro
ser adulto hoy y haber decepcionado al niño que odiaba a los
mariquitas Pérez.
Pero
claro, a veces es al revés: hoy es desgraciadamente común el
maltrato hacia el hombre. Le aseguro, vecino, que usted conoce al
menos un hombre maltratado y, si no lo conoce, usted es el aludido. Y
no se apene, el que no nos guste aceptarlo solo hace más profunda la
realidad, porque está oculta.
Y no
es cosa de comparar quien maltrata más, o quien históricamente ha
violentado más derechos, porque no hay que esconder el maldito
abolengo machista de nuestra sociedad. Pero tampoco es cosa de
empezar a desquitar los errores de otros, a pena de nuevas víctimas.
Es
que la sociedad colabora. La misma estructura machista que
hipócritamente cantaba el mariquita Pérez, también afirmaba
después que “no le ha de haber pegado de gana”. Esta
sociedad actual, que busca vindicar los derechos de la mujer no ha
sido capaz de crear una “abusiva López” que signifique la misma
vergüenza que el mariquita Pérez.
Es
momento de preguntarnos en qué han fallado nuestros padres, y evitar
esos errores en nuestros hijos.
Les
doy algunas pistas. Para empezar, las personas de ahora no saben
atenderse solas, se creen de la realeza y son incapaces de cocinarse
un arroz con huevo. Las gentes de hoy, mi generación, crecieron
pensando que son semidioses a quienes no se les puede reclamar nada
y, si se les reclama, es un atentado psicológico. Mi generación,
inconscientemente, se cree con derecho a todo y sobre todo. Las
personas de hoy no saben pelear la vida juntos, sino pelearse toda la
vida por no saber estar juntos. Generación entera de huérfanos,
pues no hubo padres sino empleados, proveedores; sirvientes mimosos
incapaces de darnos una buena lección, aunque eso requiera un
correazo o una bofetada. Es que tenían miedo de herir la psiquis
del guagua y lo que consiguieron
es una generación completa con miedo al sufrimiento, incapaces de
resolver sus propios problemas o, incluso, de reconocer que tienen un
problema.
Otra pista: cuando leyó el párrafo anterior habrá notado que nunca
diferencié entre hombres o mujeres, solo dije personas, pero usted
que lo leyó habrá tenido imágenes en su cabeza de alguno de los
dos sexos, específicamente, parado frente a la cocina, por ejemplo.
Y no se preocupe, eso es normal. Desgraciadamente normal. Es que
también nos criaron con estricta observancia de nuestros genitales,
como hombres, como mujeres; nunca como personas.
Hoy
insistimos en ver a la gente como lo uno o lo otro: o es hombre o es
mujer. ¡Y cómo estorban los homosexuales, los transexuales, los
transgénero! ¡Como estorban los que son, simplemente diferentes!
Pero no es que los odiemos, es que les tenemos miedo: ellos
significan la ruptura de nuestra comodidad mental, nos obligan a
pensar más allá y a ver el mundo de una manera distinta. De hecho,
nos dejan ver que todo es más simple cuando eliminamos etiquetas,
cuando asumimos nuestra realidad y nos damos cuenta que solo somos
personas, nada más.
Hay
personas abusivas, personas tristes, personas violentas, personas
alcohólicas, personas manipuladoras y, sobre todo, muchas personas
buenas. Solo somos personas. Ser hombre no es etiqueta de
insensibilidad y violencia; ser mujer tampoco significa un estado de
víctima e indefensión indudable; una distinta orientación sexual
realmente no significa nada, solo que a esa persona le gusta algo que
a mi no me gusta -como pasa con la comida-; no sentirse conforme con
el género que se nace tampoco significa sino que esa persona busca
su felicidad por medios diferentes a los comúnmente aceptados.
Ese
es el problema de fondo, que no hemos aprendido a tratarnos como
simples personas sino de acuerdo a nuestro sexo.
Dejemos de vernos a las ingles, y empecemos a vernos a los ojos.