martes, 29 de marzo de 2016

Falsa Interculturalidad.



No sé qué tipo de definiciones manejen ustedes, o las entidades gubernamentales, pero realmente este asunto es bastante simple: la interculturalidad es la convivencia de grupos de personas, de diferentes culturas, bajo tratos justos y sin ventajas ni desventajas para nadie.

En definitiva, y si lo hiciéramos bien, una ciudad intercultural haría caso omiso de los orígenes culturales del individuo y propendería a la habitabilidad pacífica y respetuosa de los vecinos.

Suena sencillo, pero no lo es.

Es que aquí no hay interculturalidad, sino transculturación. Ya le mandé a buscar el diccionario, vecino, pero no se mate, es mejor buscar en Internet.

La transculturación es, en cambio, el fenómeno por el cual un grupo socialmente definido  absorbe y se transmuta a las costumbres culturales de otro grupo.

Verán, ninguna de las dos cosas es mala ni buena, por si misma. Estos fenómenos no son “elegibles” sino que, simplemente, se dan. Y si se da el uno o el otro depende, justamente de la fuerza de las costumbres culturales de un grupo u otro.

Por ejemplo, si un grupo de indígenas orientales vinieran a nuestra ciudad, bajo parámetros de interculturalidad, ellos no deberían modificar sus vestiduras sino en tanto el clima les apremie. Pero claro, asumiremos que tales individuos están de paso, entonces su cultura no corre el riesgo de perderse en la urbanidad, ni el vecino puritano se alcanzará a escandalizar de verles chirisiquis. La interculturalidad supone, justamente, ese respeto a la cultura del otro, en tanto no signifique un atentado a la cultura propia.

En un segundo ejemplo, y que vivimos más de cerca, si este mismo grupo de hipotéticos aborígenes pretendiera afincarse en nuestra ciudad, pues es natural que terminen transculturizados. Obviamente encontrarán mucho problema andando lluchos por el centro, sin comprender el lenguaje, y bajándose tórtolas con cerbatanas. Es apenas obvio que estas personas acogerán ropajes serranos, aprenderán español y terminarán haciendo compras en el centro comercial. Y, sino, pregúntenle a unos políticos orientales que son por demás conocidos.

Pero claro, el ejemplo es bien drástico y por eso parece obvio. Sin embargo, vivimos este fenómeno incompleto de transculturización a diario en Latacunga. Vivimos a la zozobra de las -buenas o malas- costumbres de cada individuo hasta el punto que el Alcalde decidió mejor poner un servicio higiénico en media plaza pública, antes que hacer cumplir las ordenanzas vigentes y sancionar a los desculturizados que defecaban en las jardineras.

El latacungueño debe tolerar, bajo el peso de una descontextualizada interculturalidad, entre otras cosas, escupitajos en  las veredas, camionetas mal parqueadas, chóferes “profesionales” con maniobras totalmente ajenas a la lógica, familias enteras comiendo en las veredas, construcciones ilegales y a medio terminar...

Eso no es interculturalidad. A la tierra que fueres harás lo que vieres, reza el refrán. Quien quiera vivir en Latacunga, o en cualquier ciudad, ha de acoger sus costumbres, obligatoriamente. Aquí pasa lo contrario: el latacungueño (los pocos que quedan) acaba aceptando todo, cansado de nadar contra corriente; los jóvenes mezclan su crianza con las formas y modismos que traen lo huéspedes y, al final del partido, nadie culturizó a nadie, sino que obtuvimos un togro sin forma, que nos priva de la identidad y nos aleja del orgullo.

Es indispensable hacer respetar a Latacunga, sus valores, sus costumbres, sus razones y sus verdades. A falta de una fuerza ciudadana viva (porque usted, vecino, sigue tirado en el sillón viendo tele), necesitamos un representante bien fajado, uno que sienta como siente un verdadero Mashca, no uno que construye letrinas para que los ajenos se sientan más cómodos mientras nos hacen sus “favores”.

Vecino, ¿no se cansa de que le hagan baño la sala?

lunes, 7 de marzo de 2016

Ordenamiento para mejor vivir




Es bueno ver que nuestra ciudad retoma su ambiente normal. Me refiero al clima, por supuesto. Nuestra ciudad es fría, andina. Aún extraño fenómenos que admiraba cuando pequeño, granizadas apocalípticas y tormentas de rayos que ponían en sustos a mi bisabuelita. Falta, porque desde hace mucho no se ve, la neblina cubriendo las calles empedradas y apenas iluminadas por los faroles que cuelgan de algunas paredes y postes del centro.

Es innegable que nuestro clima ha cambiado. Ahora enfrentamos sequías de casi un año seguido y las disputas por el agua están a la orden del día.

Productores campesinos denuncian el bombardeo de las nubes con químicos que estarían impidiendo que llueva. Por su parte, grandes empresas productoras a las que se les imputa tal acto afirman no haberlo hecho y estar igual de preocupados por la situación climática. ¿Es el inicio de verdaderas disputas por el líquido vital?

Regresan a mi memoria los inviernos llenos de “catzos”, que por miles se apegaban a las luminarias de mi casa, correr por potreros sobrecargados de saltamontes y escaparme con los amigos del barrio a capturar sapos y renacuajos. Hoy, eso es imposible. La producción de bienes agrícolas no alimentarios como rosas y claveles a eliminado el hábitat del escarabajo, la sobreoferta inmobiliaria asesinó al saltamontes y la desecación de pantanos acabó con los anfibios.

Y, si le pregunto a mi padre o abuelo, ellos todavía me hablarán de cochas llenas de garzas y digles y patos de páramo; me cuentan de bosques cercanos donde se podía cazar perdices y gallinetas con tan solo una piedra y buena puntería.

Hoy, los humedales de La Cocha han sido desecados, sacrificando miles de animales para beneficio de un par de vacas, y bajo la bandera de la mal llamada “propiedad comunitaria”. Los sectores boscosos de Alaquez, Joseguango y sus cercanías han sido eliminados para dar paso a un urbanismo desordenado, canchas y proyecciones agrícolas. Ni hablar de los ríos y canales de agua que por allí cruzaban, donde íbamos con los primos, en las bicicletas, a refrescarnos; éstos o no existen más o están tan contaminados que a nadie beneficiarán corriente abajo.

La ciudad está creciendo, es verdad. Es necesario que crezca y, sobre todo, es imposible impedirlo. Pero podemos ser más organizados. El gobierno cantonal no hace empeño en reformar el ordenamiento territorial. Creo que hay zonas en las que se puede crecer verticalmente. Latacunga está lista ya para edificios de varios pisos. No podemos seguir soportando estructuras antiestéticas de tres o cuatro pisos, cuando en ese mismo espacio se puede hacer diez y así aliviar la carga que nuestra urbanidad significa para la madre naturaleza.

Es es mediocridad e hipocrecía: escudarse en el riesgo de temblor y el volcán Cotopaxi para impedir construcciones elevadas en la ciudad mientras en Japón que soporta todo embate natural se levantan rascacielos y mientras acá, de todos modos, se autorizan las mismas casonas de cuatro pisos al filo del río.

En papeles existe una supuesta zona industrial, en la realidad tal cosa no existe ni existirá en buen tiempo y los emprendimientos industriales se asientan adonde bien pueden. Eso, los pocos emprendimientos de este tipo que existen, sino es mejor referirse a mecánicas y lubricadoras, para ser más acertado.

Necesitamos un nuevo ordenamiento territorial, pensado en una mejor calidad de vida. Es indispensable replantearse TODA la ciudad, desde la óptica del vecino, del ciudadano. La ciudad necesita tener a las empresas potencialmente contaminantes a relativa distancia, que la zona centro sea protegida y que en ella se potencia la cultura, las artes y el turismo; zonas residenciales diferenciadas para casas, condominios, departamentos y edificios inclusive; veredas amplias, muchas áreas verdes y, lo más urgente, orden y control de tránsito y de construcciones.

Hay que reinventar Latacunga. Para esto se necesita mentes abiertas, gente nueva con ánimo y ganas de ser diferentes, de ser mejores. Se necesita hombres y mujeres sin miedo, creativos y leales.

En otras palabras, hace falta latacungueños. A Latacunga le hace falta latacungueños.