En China, un gran empresario del
comercio electrónico deja de hacer vida pública, y la prensa se preocupa. Su
gobierno también se preocupa cuando él no demuestra estar a su favor. De hecho,
parte de la política China se depende de la reacción de sus cinco empresarios
más grandes, y particularmente de uno.
En Estados Unidos, al otro
extremo del planeta, de la política, de la religión, de la cultura y de todo en
general, pasa lo mismo. El Presidente de la supuesta nación más poderosa del
mundo, y por lo tanto el supuesto hombre más poderoso del mundo, no puede tener
cuentas en redes sociales a menos que los dueños de estas empresas se lo
autoricen. Y si quiere irse a otra red social, ésta no funciona porque los más
grandes servidores de datos del mundo están en manos, de nuevo, de un puñado de
empresas.
Que los grandes capitales manejen
la política internacional no es nuevo. Solo que ahora es más obvio y descarado.
A nivel nacional pasa lo mismo. Incluso a nivel local, nuestras ciudades no
necesariamente se mueven hacia donde necesita la mayoría, sino hacia donde
menos perjudica ciertos intereses.
Y esto no está del todo mal, si
consideramos que los grandes capitales son, al final del día, los que mantienen
la economía moviéndose. Que la política cuide los grandes capitales, no
necesariamente es una corrupción del gobierno, en tanto este cuidado signifique
asegurar también los beneficios sociales que toda inversión privada conlleva.
Al Ecuador, por ejemplo, le hace falta política de atracción de la inversión;
pero más falta le hace políticas de cuidado y respaldo de estas inversiones. ¡Que
grato fuese que nuestro país cuidara a sus inversionistas!
Lo malo es que los capitales
intervengan en la política en desmedro de derechos de otros, o incluso en
abierta competencia desleal y abusiva. Los gobiernos de los países más
poderosos empezaron protegiendo estas inversiones, y hoy se han convertido en
sumisos a ellas. Existen corporaciones que, prácticamente, poseen países.
Cuando se propone un libre
mercado, muchos pensamos en comercio sin muchos impuestos, pocas barreras
arancelarias, menores costos de producción, etcétera. Pero de lo primero que
debe ser libre el mercado es de la injerencia del gobierno. Y los gobiernos
deben ser libres, principalmente, de otros gobiernos, de la presión de los
medios y de las coacciones de los grandes capitales.
La izquierda más zurda, al
proponer el control del gobierno sobre el capital, no hace sino proponer un
monopolio peligroso, con un único dueño que será, obviamente, el caudillo de
turno. La derecha más extrema sostiene que la empresa privada debe hacerse
cargo de todo lo que pueda proveer una ganancia, y el estado de lo que es gasto
social. Al final del día, por la izquierda o la derecha, los de a pie
terminamos siendo poseídos, como si fuésemos ganado, por privados.
No importa si la empresa es
pública o privada, atrás hay un caudillo o un empresario que, de facto, la
posee. Hemos dejado de ser usuarios de un servicio, para ser el producto a comerciar.
La información que gratuita y alegremente les damos a estas entidades es
comercializada con diversos fines. A veces para vendernos más cosas, incluyendo
candidatos y doctrinas; y a veces para perseguirnos y controlarnos. Todo
depende del cliente, que a veces son otras empresas y a veces es el mismo
caudillo.
El internet comercial no es
libre: tiene dueños. Pero promover la libertad total de las comunicaciones
tiene otros riesgos para una nación como espionaje, delincuencia y terrorismo.
Sea como fuere, al final, somos tratados como propiedad de los gobiernos y como
propiedad de las empresas a quienes les hemos vendido el alma a cambio de algo
de distracción. Nuestros gobiernos se han convertido en una red social, y las
redes sociales en gobierno.