martes, 9 de junio de 2015

Flores, en vida.




Casi todos tenemos a quien dejar flores, en el cementerio. Pero todos, eso si, tenemos alguien a nuestro lado a quien no le hemos dado un regalito hace mucho. ¿De qué sirven las flores para los muertos, si no están ya para disfrutarlas?

¡En vida, vecino! En vida dé todo lo que de usted tenga, a quien usted ame y a quien lo merezca. Dé todo, siempre dé todo, no se guarde nada, que si se lo guarda, a donde seguro usted va a ir no se lo puede llevar, y si insiste en su egoísmo, pues tampoco habrá quién le lleve sus flores al panteón.

El que da es un héroe a los ojos del que recibe. Por eso hay que dar mucho, porque si se da poco, solo es limosna. Usted no le da limosnas a sus hijos. Su madre no le ha dado migajas sino su vida entera; pero nosotros insistimos en no dar nada a nuestra madre.

Ya me caerán todos encima, pues seguro habrán gastado fuertes sumas en festejos y obsequios para su progenitora; hace poco pasamos el día de las madres y parecería ilícito de mi parte, hoy, recriminarle a usted, vecino, su egoísmo para con mamita.

Pero no seamos estrechos de mente. Hay una madre que nos ha dado todo, que nos cobija todas las noches y nos alegra todas las mañanas; que nos vio nacer y, si el Gran Hacedor lo permite, nos verá morir. A esa madre, ni una flor le hemos dado.

Latacunga es, en efecto, una madre noble y generosa. Tan generosa que provee hasta a quienes no son sus hijos. Nosotros, en defecto, somos hijos ingratos.

Hace ya casi un año, un grupo de latacungueños regaló flores al pasaje de la Padre Salcedo. Hoy, pocas de esas plantas viven. Sin embargo, hay otras, nuevas. Los vecinos del sector se han preocupado por renovar ese regalo y, así, se han convertido ellos mismos en los héroes de su cuadra.

Pero el resto de gente no copia el gesto.

¿Hace falta que nuestra ciudad esté agónica, para que le ofrendemos una flor?

Latacunga está desapareciendo como concepto. La ciudad de hace quince años ya no existe, y de ella ni chagrillo ha quedado. Sus hijos han salido de casa y no han vuelto. Los ajenos han usurpado nuestro patrimonio y han construido chozas sobre los restos de nuestro Edén.

Pero estamos a tiempo. La ciudad aún no ha muerto, pese a los esfuerzos de muchos y al insolente quemeimportismo de lo administradores de turno. Latacunga está viva, enferma, pero viva. Los que parecemos muertos somos los Latacungueños.

Pero hay que resistirse a esa ficción: no estamos muertos.

Pero quietos tampoco servimos.

Es momento de movernos. Ya es hora de retomar la ciudad, de recrearla y refundarla, si hiciera falta.

Pero, mientras todos esperan una gran revolución con armas y sangre y todo lo demás de las películas, esquivamos la verdadera simplicidad con la que las cosas cambian. Es posible cambiar el mundo con un acto pequeño. Es fácil alegrar a una madre con un obsequio diminuto.

¿Cuesta mucho una flor, como para que Latacunga no la merezca como obsequio?

Eso es todo lo que se necesita, vecino. Ahora, haga su parte: una flor en el balcón.

Flores para Latacunga, ahora, en vida. Antes que muera.


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