Casi todos tenemos a
quien dejar flores, en el cementerio. Pero todos, eso si, tenemos
alguien a nuestro lado a quien no le hemos dado un regalito hace
mucho. ¿De qué sirven las flores para los muertos, si no están ya
para disfrutarlas?
¡En vida, vecino! En
vida dé todo lo que de usted tenga, a quien usted ame y a quien lo
merezca. Dé todo, siempre dé todo, no se guarde nada, que si se lo
guarda, a donde seguro usted va a ir no se lo puede llevar, y si
insiste en su egoísmo, pues tampoco habrá quién le lleve sus
flores al panteón.
El que da es un héroe
a los ojos del que recibe. Por eso hay que dar mucho, porque si se da
poco, solo es limosna. Usted no le da limosnas a sus hijos. Su madre
no le ha dado migajas sino su vida entera; pero nosotros insistimos
en no dar nada a nuestra madre.
Ya me caerán todos
encima, pues seguro habrán gastado fuertes sumas en festejos y
obsequios para su progenitora; hace poco pasamos el día de las
madres y parecería ilícito de mi parte, hoy, recriminarle a usted,
vecino, su egoísmo para con mamita.
Pero no seamos
estrechos de mente. Hay una madre que nos ha dado todo, que nos
cobija todas las noches y nos alegra todas las mañanas; que nos vio
nacer y, si el Gran Hacedor lo permite, nos verá morir. A esa madre,
ni una flor le hemos dado.
Latacunga es, en
efecto, una madre noble y generosa. Tan generosa que provee hasta a
quienes no son sus hijos. Nosotros, en defecto, somos hijos ingratos.
Hace ya casi un año,
un grupo de latacungueños regaló flores al pasaje de la Padre
Salcedo. Hoy, pocas de esas plantas viven. Sin embargo, hay otras,
nuevas. Los vecinos del sector se han preocupado por renovar ese
regalo y, así, se han convertido ellos mismos en los héroes de su
cuadra.
Pero el resto de gente
no copia el gesto.
¿Hace falta que
nuestra ciudad esté agónica, para que le ofrendemos una flor?
Latacunga está
desapareciendo como concepto. La ciudad de hace quince años ya no
existe, y de ella ni chagrillo ha quedado. Sus hijos han salido de
casa y no han vuelto. Los ajenos han usurpado nuestro patrimonio y
han construido chozas sobre los restos de nuestro Edén.
Pero estamos a tiempo.
La ciudad aún no ha muerto, pese a los esfuerzos de muchos y al
insolente quemeimportismo de lo administradores de turno. Latacunga
está viva, enferma, pero viva. Los que parecemos muertos somos los
Latacungueños.
Pero hay que resistirse
a esa ficción: no estamos muertos.
Pero quietos tampoco
servimos.
Es momento de movernos.
Ya es hora de retomar la ciudad, de recrearla y refundarla, si
hiciera falta.
Pero, mientras todos
esperan una gran revolución con armas y sangre y todo lo demás de
las películas, esquivamos la verdadera simplicidad con la que las
cosas cambian. Es posible cambiar el mundo con un acto pequeño. Es
fácil alegrar a una madre con un obsequio diminuto.
¿Cuesta mucho una
flor, como para que Latacunga no la merezca como obsequio?
Eso es todo lo que se
necesita, vecino. Ahora, haga su parte: una flor en el balcón.
Flores para Latacunga,
ahora, en vida. Antes que muera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario