lunes, 19 de mayo de 2014

El último día




Hemos llegado a un punto, donde toda la gente considerada o autoconsiderada “buena”, presenta, como mayor aspiración, el tener un trabajo estable y medianamente bien remunerado, comer tres veces al día, pagar las cuentas y, al final, morir tranquilamente, de preferencia, durante el sueño. Tan cómodos nos hemos vuelto, que del dolor queremos escapar. La vida no tiene, luego, más sentido que el de, simplemente “estar”. Nuestras aspiraciones no son muy diferentes a las de cualquier semoviente: respirar, comer, existir y morir con el menor dolor posible.

Extraño los anteriores tiempos, donde la meta en la vida era trascender, y morir haciendo algo por lo que valga la pena morir, y no, simplemente, durmiendo.

Se dice, y bien dicho, que hay que vivir como si fuera el último día de nuestras vidas. La sociedad mercantilista actual ha interpretado ésto como “no dejar para mañana lo que se puede hacer hoy”. Esa no es la idea: la idea es experimentar cada momento como si fuera el último. Esque eso es la vida, experimentar. De entre todos los chocolates de la caja, ¿cuál se disfruta más?, pues el último, claro. Experimentemos la vida, vivamos la vida.

Y así, viviendo, viviendo de verdad, nos daremos cuenta que no estamos solos, que todo lo que hacemos tiene un motivo y ejerce una fuerza en el entorno. Nuestro trabajo, nuestros sueños, convicciones, nuestro esfuerzo; todo ello, produce energía, que es transmitida al ambiente y a los otros seres humanos, para, finalmente, formar parte de una energía planetaria, global. Esta energía planetaria es lo que define el destino de la raza humana. Dicho esto, ¿se dan cuenta del delito, casi de lesa humanidad, que comete el que se conforma y se acomoda? ¿Tienen una idea del acto atroz que comete el que, con solo pagar sus cuentas, se da por triunfador, y desiste de seguir creciendo?

Vivimos cada día, con la solvente mentira de que mañana seguirá saliendo el sol. Nos acostumbramos, nos acomodamos y, finalmente, nos rendimos ante nuestros propios “triunfos”. Nos conformamos. Energéticamente, morimos.

Ahora bien, esta arrogante actitud frente a la vida también afecta a la ciudad. Recordemos, la ciudad también es un elemento planetario; la ciudad respira, siente, vive. La ciudad está viva, y se alimenta de nuestras energías. Nuestra ciudad está anémica. Nuestra ciudad está llena de zombies, gentes sin energías, sin convicciones, sin motivos más allá de sus deudas y necesidades. Latacunga se está quedando sin latacungueños.

El latacungueño VIVE su ciudad, late con ella, respira con ella. El latacungueño sueña, aspira, tiene convicciones. El latacungueño siempre quiere más. El latacungueño alimenta su ciudad, con el esfuerzo de su trabajo, y con un plus, con un extra, con la yapa. El latacungueño sobrepasa sus ocho horas de trabajo remunerado, que es el trabajo benéfico para su familia, y dedica un par de minutos más, de trabajo no remunerado, a su ciudad, a construir ese escudo energético que, finalmente, le beneficiará.

Ese trabajo no remunerado es VIVIR. Acabar nuestras ocho horas obligatorias y necesarias, y darse cuenta que, mañana, posiblemente, no amanezca, y que aún queda mucho por hacer. No es cuestión de regalar trabajo, ni dineros. La ciudad necesita energía, y esa energía se crea con el discutir saludable, con la perfección del concepto “vecindad”, con la generación de ideas, de proyectos. Esa energía se genera cuando, simplemente, tomando un café, el latacungueño propone, discute y crea alternativas para su ciudad. El dolor social es energía; el buen mashca se interesa, le duele, le ofende lo que a su ciudad le ofende y perjudica; y reacciona, mejora, crece.

Mañana se acaba el mundo. ¿Qué necesita Latacunga, hoy?

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